Sobrevuelo el océano con una ligereza inexplicable. Se me viene a la mente el Black Friday, ese día lluvioso de noviembre en el que puse los cojones sobre la mesa. Y mientras todos celebraban el aniversario del consumismo, comprando cagadas, reservé este vuelo, sólo de ida. En ese momento decidí oficialmente mandar todo a la mierda. El trabajo. El dinero. Las posibilidades de hacer carrera. Mi currículum. La “vida” de oficina. La alarma. El subte. Roma. Mi país. Quizás también Europa. Esa mañana, hace tres meses, tomé una de las decisiones más importantes de toda mi vida. No sé si elegí bien. No sé si algún día voy a sufrir las consecuencias. Pero ahora me siento bárbaro. Es como si hubiera dejado todo atrás, en el preciso instante en el que el avión despega de Lisboa. Soy de nuevo libre. Hace una semana estaba en la oficina y en unas horas estaré en el carnaval. ¿Licencia por vacaciones? ¡Que se la pongan en el culo!. A partir de hoy me iré donde se me cante.
Una azafata anuncia el aterrizaje. Todavía faltan unos minutos para el amanecer, y por la ventana sólo se ve una estrecha banda de colores que raja la oscuridad. Es hermoso. Ya llegamos a Río de Janeiro. Ahora se viene la incógnita: el tema del departamento. Hace unos meses nos arriesgamos a reservar un Airbnb sin críticas, que cuesta menos de la mitad de todos los demás disponibles en Copacabana. Las apuestas están abiertas: casa ausente a 1.20, robo a 2.00, secuestro de persona a 3.50, venta de órganos a 6.00. Vamos a ver.
Mientras el taxi nos lleva a Copacabana, la ciudad se desvela en toda su variedad. La vegetación a los lados de la carretera es abrumadora hasta que tomamos un paso elevado que sobrevuela la primera favela. De verde el paisaje se vuelve principalmente rojo. Las casas de ladrillo desfilan rápido a pocos metros de nosotros, capturando toda nuestra atención. Son precarias, una encimada sobre otra; como apoyándose entre sí. Visiblemente torcidas. Sin ventanas. Con el techo improvisado o ausente. Es la primera vez que veo un paisaje urbano de este tipo, tan diferente a lo occidental. Igual desde las ventanas se entrevé una cotidianidad idéntica a la nuestra. Se come, se toma, se mira la televisión, se estira la ropa. Al final, en Río la temperatura oscila siempre entre los veinte y los treinta grados, las ventanas no son tan necesarias. El paisaje vuelve a ser verde. Y es sorprendente, cuanto más nos acercamos al mar más encontramos morros imponentes y exuberantes de vegetación. Algunos, como el Pão de Açúcar, nos asombran particularmente por su forma esbelta. Parecen piedras gigantes. Los rodeamos, los pasamos por encima y por ultimopues los cruzamos hasta que el túnel termina y llegamos a Copacabana; donde los morros entran directamente en el agua. Separando una playa de la otra. Creando un escenario único. Roca, vegetación, arena y mar. Todo junto. Como nunca los había visto.
