Roma, partido de despedida
Roma, partido de despedida

Roma, partido de despedida

La otra noche, alrededor de las nueve y cuarto, recibí una llamada desde el Reino Unido. Una de esas llamadas a las que habitualmente nunca contesto en Italia. Será otro puto call center, pensé, pero estaba volviendo del partido de fútbol, en el carro con Zanardi y tenía ganas de boludear. “Hola” le dije en español, “Buenas noches, ¿hablo con Omar?” Me contesta una voz femenina en italiano “¡Claro! ¿cómo estás?” Otra vez yo en español. “¡Me alegra que te diviertas! Pensá que yo, en cambio todavía estoy en la oficina. De todas maneras, soy Sonia de Triathlonbet, ¿querrías jugar un partido de fútbol en el Estadio Olímpico de Roma?” “¡JAJAJAJA, PUTA MADRE OJALA’!” “Bien, el evento que estamos organizando para nuestros clientes VIP se hará el 5 de junio, serán invitados de la Lazio, del que somos sponsor y será probablemente un triangular. Cada invitado puede llevar dos amigos, si me confirmas que estás interesado te envío el correo con todos los detalles”. 

Solo entonces empecé a pensar que quizás no fuera una broma. Pero ahora que atravesamos las puertas del estadio Olímpico, estoy seguro. Al ingresar en el vestuario de la Lazio, descubrimos que cada uno tiene su lugar asignado. La camiseta, con nombre y número, y todo lo demás, doblados meticulosamente como si fuera un partido de la Serie A. El solo hecho de cambiarse aquí es emocionante. El entrenador de los juveniles nos da la formación y algunas indicaciones tácticas. Parece una película. Nicco, Zanardi y yo seguimos mirándonos con incredulidad. Cuando el técnico nos hace la señal de ir, nos levantamos de una. Estamos tan excitados como si tuviéramos que debutar de verdad. Nos apresuramos para llegar a la cancha. Subimos las escaleras que llevan al manto verde y la adrenalina empieza a fluir como un río a pleno. Los últimos escalones son trascendentales. El Estadio Olímpico se revela en toda su grandeza. Nos deslumbra por completo. Obviamente no hay ni un solo espectador, igual, para nosotros, es como si estuviera lleno. Después de las tribunas, el césped capta toda nuestra atención. Inmenso y perfecto. Nos lanzamos adentro y empezamos a entrar en calor como profesionales. Los ojos de cada uno delatan una felicidad pura y desbordante, una emoción tan nítida que ya casi no se puede encontrar más en las caras de los adultos. Parece haber vuelto a la infancia. Parece un sueño.

Estoy jugando en la línea de fuera de juego, como Pippo Inzaghi, cuando llega el filtrado desde media cancha, corro como probablemente jamás corrí en toda mi vida. Le gano el mano a mano al defensor justo antes de entrar en el área, ligeramente a la derecha. La cruzo al segundo poste. GOL. Ya no entiendo nada. Me vuelvo loco. Grito. Festejo. Los compañeros conmigo. El locutor de la cancha anuncia que acabo de abrir el marcador. Esto no tiene sentido. No se puede creer. 

El primer partido del triangular termina 4-1. Doblete para mi y gol también para Nicco. Somos el equipo a derrotar. Vemos el segundo match desde el banco y luego volvemos a la cancha. El último partido del triangular es más complicado. Estamos jugando para el título y se ve. Después de un cuarto de hora, todavía seguimos 0-0. Bajo más allá de la mitad de la cancha para ayudar al equipo e intercepto un rebote de nuestra defensa. La toco de memoria hacia la banda derecha. “Se viene la contra señores. Arranca Bonini. Se viene Bonini por la banda.”  Inconscientemente, en mi cabeza, empieza el relato de Mariano Closs. Niccolò intercepta el pase, empuja la pelota 20 metros por delante y va. Instintivamente yo también bajo la cabeza y me voy, con todo, hacia el arco rival. Ambos corremos por dos pistas paralelas. Ambos sabemos exactamente dónde y cuándo nos vamos a intercambiar de nuevo el balón. No necesitamos palabras, ni gestos, ni miradas. Dentro del rectángulo verde nos conocemos de memoria. “Sigue Bonini. Va Bonini. No la para nadie. SE METE EN EL ÁREA. ESTÁ HABILITADO BRUNI. SE VIENE EL SEGUNDO. GOL DE OMAR. GOL DE OMAR. GOL DE OMAR. GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL.” Delirio. Exaltación. Locura. Es la coronación de más de veinte años de fútbol y de amistad. Festejamos como si hubiéramos marcado en la final de la copa del mundo. Porque sabemos perfectamente que, a pesar de ser un torneo amistoso, este es el partido más importante de nuestras vidas. Y este es nuestro gol.

Luego de una torpe salida, el arquero queda mal parado fuera del área, la pelota llega a la banda izquierda, a la altura del círculo del centro del campo. No lo pienso dos veces. Volea con los tres dedos. Quiero el golazo de media cancha. El balón sube y luego empieza a bajar girando. El efecto hacia el arco parece que lo lleva dentro pero al final la pelota roza el poste en la incredulidad general. “¿Quién sos Almeyda?” me grita irónicamente el entrenador. 

Poco después recibo la pelota en el límite del área, el defensor tarda en cubrir el espejo y yo aprovecho para clavarla al ángulo. 2-0. Aún me cuesta creer todo esto. Ya faltan solo unos minutos al final y el técnico me cambia. Como si fuera una ovación, salgo aplaudiendo irónicamente todos las tribunas vacías de la cancha. Parece una locura, pero este es mi último partido de fútbol en Roma. En pocos días me iré de la ciudad donde viví los últimos ocho años de mi vida. La ciudad donde me convertí en un hombre. Este es mi partido de despedida, y nunca pensé que pudiera ser tan inolvidable.