Hay un millón de razones para enamorarse de Buenos Aires. Una de esas es el fútbol. En todos lados se juega a la pelota, pero en ningún lugar del mundo se vive más intensamente que acá. Por eso estamos aquí, en un restaurante al lado de la Bombonera, cinco horas antes del comienzo del partido. Boca es mucho más que un equipo. Boca es su barrio, su gente. El club promueve proyectos de desarrollo, educación y cultura para la gente de la Boca. Un barrio pobre, antiguamente portuario y por esto muy colorido. La pintura que sobraba de los barcos se utilizaba para pintar las paredes y las chapas del barrio, tanto que el Caminito se volvió uno de los lugares más pintorescos y visitados de la ciudad. Pintoresca es también la historia de los colores de Boca. Como no estaban de acuerdo sobre el tema, los fundadores del club decidieron dejarlo al azar. Los colores oficiales fueron los de la bandera del primer barco en llegar al puerto al día siguiente. Así fue como Suecia prestó sus colores a uno de los clubes más ganadores de la historia del fútbol.
Anteayer hicimos el recorrido del estadio y del museo xeineze donde pudimos ver partidazos épicos. Al principio de este siglo, Boca era tan fuerte para aplastar el Real Madrid de Raúl, Figo, Makélélé y Roberto Carlos y tres años después el Milan de Shevchenko, Kaká, Pirlo, Seedorf y Maldini, ganando dos copas intercontinentales. Luego almorzamos en el mismo restaurante de hoy. Por pocos pesos comimos una parrillada inolvidable. Me pareció de comer carne por primera vez. El sabor de esos cortes, la puta madre, tremendo. Después tuvimos una charla con el dueño. Un chabón amable y simpático, pero un poquito turbio. Además de la comida, nos vendió también yerba y luego nos presentó a un amigo. Un barra brava. A pesar de no ser muy alto el pibe era enorme, lleno de tatuajes y con algunas cicatrices. Empezó a contarnos anécdotas de peleas y enfrentamientos inhumanos. Confesaba crímenes con indiferencia, igual con cada chiste nos hacía cagar de risa. Cuando nos mostró un vídeo inevitablemente vimos el fondo de su teléfono. Una pistola. El gordo igual no desaprovechó la ocasión. “Tranquilos eh, acá no la llevo. Ésta es sólo para los gallinas”. Personaje. Terminada las anécdotas culturales del barra brava, el restaurador nos preguntó si queríamos ir a ver Boca Juniors – San Lorenzo. Lo pensamos por el precio, pero al final acá estamos. Con cinco horas de anticipación porque, todavía no sabemos cómo vamos a ingresar, pero es claro que no tenemos entradas y para el primer punto de control a dos cuadras del estadio tuvimos que llegar al restaurante a la esquina de la Bombonera muchas horas antes.
Comemos carne de nuevo. Esta vez adentro, porque afuera el clima está siempre un poquito tenso antes de los partidos y los restaurantes prefieren sacar las mesas. Nos damos cuenta de que las otras veinte o treinta personas también están acá únicamente para ingresar a la cancha. Aunque nadie todavía sepa cómo. La espera se vuelve interminable hasta que falta una hora. Afuera la multitud que se dirige hacia las tribunas empieza a ser considerable. Ahora el dueño y los camareros cierran todo. Puertas y ventanas. Cae la oscuridad dentro del local. Con la misma rapidez empiezan a cobrar pasando por las mesas. Cuando nos toca recibimos los carnets de tres socios, a Donk y a Ale tocan dos peruanos y a mí un chabón con una cara gigante que probablemente es aún más gordo que el barra brava del otro día. Además de la guita, el dueño se lleva también nuestros documentos como garantía que devolveremos las tarjetas. “En un rato salgan del restaurante uno por uno, cabeza baja hasta el punto de acceso, no hablen, sólo pasen el control con el dedo sobre la foto del carnet. Pero, sobre todo, no digas ni una palabra”. Salimos y nos mezclamos con la multitud, con la paranoia de que algo pueda salir mal. La cara de mi alter ego, socio de Boca, es tan grande que no puedo cubrirla ni siquiera con el pulgar. Pasamos el primer control. Y pues el segundo. Listo, estamos adentro. Seguimos el flujo de aficionados a lo largo de las escaleras. Algunas son tan angostas y oscuras que parecen las de un sótano más que de una cancha. El camino es retorcido, lleno de vueltas, casi laberíntico. La luz de los reflectores no se filtra en absoluto y el zumbido de la muchedumbre parece tan lejano que durante unos segundos me pregunto si vamos en la dirección correcta. Luego el rumor aumenta. Cada vez más. Hasta que damos la vuelta en el último tramo de escaleras. El ruido ya es ensordecedor y de repente la Bombonera se revela. Repleta. Poderosa. Voraz. Estamos en la curva opuesta a la histórica Doce. El 12º hombre en la cancha. El partido todavía no empezó, igual todxs lxs aficionadxs ya están saltando y cantando a todo pulmón. Tengo piel de gallina. No hay comparación con los estadios italianos. La Bombonera no tiembla, late. La capacidad máxima es de sólo 54.000 espectadores, pero aquí parecen estar el triple. No es una cancha normal, es un infierno.
Ya faltan pocos minutos cuando, de repente, me agarra la ludopatía. Tengo que apostar. En Italia pero ya es muy tarde, ¿quién me puede ayudar? Claro, mi hermano. A esta hora estará jugando a la ruleta drogado. “Nicco por favor apostá rápido 2-0 y 3-0 Boca – San Lorenzo que está para empezar. Poné la plata que sirva para ganar cien euros”. Quiero recuperar lo de la entrada. Apuesta realizada.
Comienza el partido y la cancha sube aún más el volumen. No es el Superclásico, pero hay una gran rivalidad. Los aficionados se odian mucho. “Ciclón, ciclón, ciclón, la puta que te parió. San Lorenzo hijo de puta, la puta que te parió!” Gritan lxs xeneizes una y otra vez. Es tan fácil y envolvente que, después de unos minutos, nosotros también empezamos a cantar. Al otro lado de la cancha, Zárate recibe una pelota poco fuera del área y le pega. Aunque lejos, tenemos una vista envidiable, estamos justo en línea con el palo del arco de San Lorenzo. Vemos la pelota salir y pues volver a entrar. GOLAZO. La Bombonera explota. La multitud baja y nos arrastra tres o cuatro filas más abajo. Descontrol total en la tribuna.Todxs abrazan a todxs. Todxs saltan. No se entiende un carajo. Es hermoso.
Pocos minutos y el San Lorenzo tiene un tiro libre. Cross al medio y gran cabezazo. Travesaño. Soltamos un suspiro de alivio. Boca vuelve con todo en el segundo tiempo. Ahora los vemos atacar a pocos metros. 2-0 de Nandez. Quilombo de nuevo. Estoy ganando también la apuesta. Villa recibe el filtrante y la pone adentro. 3-0. La Bombonera está de fiesta. El colombiano viene debajo de la tribuna y se pone a bailar. ¡Vamos carajo! El árbitro pita el final. Fue inolvidable. Y gané también la apuesta.
Regresando a casa, charlamos sobre lo que habíamos planeado antes, o sea de ir a ver otras canchas. Quizás a esta altura no tiene sentido. Por lo menos para mí, no tiene sentido. Porque una vez que vas a la Bombonera, no se vuelve atrás. Podés ingresar sin ser hincha, pero, después de pocos minutos, te vas a convertir sí o sí en uno. Inexorablemente. Así que, para mí, ya está. A partir de hoy, soy de Boca.