Cuba
Cuba

Cuba

Tarde de mitad  diciembre. Apenas bajamos del avión nos abruma un calor húmedo y pegajoso. El control de pasaportes aquí es muy rígido y todavía totalmente manual, en un rato ya se crea una cola larga. A mí me toca una negra muy grandota, con cara de orto. Mi español es todavía muy básico, así que le sonrío buscando un poco de compasión, pero nada. Sigue mirándome mal e interrogándome. De hecho, esta es una dictadura, no podría ser de otro modo. Después de una docena de preguntas, estampa un sello en mi pasaporte y me deja ingresar al país.

La salida del aeropuerto es tan caótica y pintoresca que parece una película de los ‘80. Un montón de personajes dando vueltas, los taxistas al volante de carros de época de todos los colores, hermosa música cubana sale desde sus estéreos y muchas palmas en el fondo para completar la escenografía. Subimos a un taxi y nos vamos para nuestra casa particular. A primera vista, La Habana parece una ciudad de otros tiempos. Todo es así precario, popular y terriblemente lindo. Cuba todavía no la vi, pero ya me encanta.

Después de cruzar la ciudad, nos estamos alejando del centro y el taxista parece siempre más desorientado. En Cuba no hay Google Maps, así que seguimos adelante, preguntando a lxs pocxs pasantes que caminan bajo un sol tremendo. Un gallo cruza la calle. Las casas son cada vez más bajas y populares. Se mezclan con barracas y pedazos de tierra olvidados. Un cerdo pasea por el pasto al lado de la calle que se hace siempre más angosta. El muñeco “AÑO 2018” pasa sus últimos días en la varanda de una casita colorada. Lxs habitantes del barrio nos miran apoyadxs a puertas abiertas de las casas, desde las ventanas, o desde el borde de la calle. Parece el camino de un pueblito. Tan estrecho, que ahora el taxista no puede seguir más. Y se para. ¿Dónde carajo estamos?

Él está visiblemente cansado y sudado. Baja para pedir informaciones. Nosotrxs para estirarnos un rato. Dos viejitas se asoman para ver qué pasa en su tranquila calle. Pero no hay desconfianza en sus miradas. Todo lo contrario. Nos saludan. Pues nos preguntan de dónde somos. Cómo terminamos acá. No lo sabemos. La comunicación no es muy fácil. Pero nos entendemos. Ellas, sobre todo, entienden. Que estamos perdidxs. Que hace un calor de la puta madre. Que tenemos sed. Que quizás no sabemos dónde ir. Entonces, una de las dos entra a su casa y vuelve con dos vasos llenos de agua “tomen un poco de agua y si quieren se pueden quedar en mi casa. Nosotros no tenemos nada, pero lo poco que tenemos lo compartimos con ustedes”. Lección de vida número uno.