Bogotá
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Qué derrota. Con todas las argentinas que había en la costa maya, no me comì ninguna. Soy una vergüenza para el Albiceleste. No merezco la ciudadanía. Me merezco este maldito exilio. Estamos paradxs en el aeropuerto de Panamá. El avión para Bogotá no arranca. A mi lado hay un señor de unos 70 años que empieza a quejarse, con ironía pero. Entonces empezamos a hablar y después de un poco me pregunta “¿argentino?” “Me encantaría, me muero por volver allá” “¿y de dónde?” “italiano, pero viví un año en Buenos Aires” “se te pegó mal el acento, parecés más argentino que yo” “¿sos argentino?” “Sí, señor, porteño de Palermo, pero vivo en Canadá” “y no extrañás Argentina?” “no, hace cincuenta años que me fui”. Yo hago siempre esta pregunta sabiendo que la respuesta, la mayoría de las veces, no es sincera, pero la hago igual. Muchas veces la verdad se percibe por los ojos o por la manera en que te responden más que por las palabras. Él parece bastante sincero, pero justo unos minutos después, me confiesa por qué el retraso lo hace enojar tanto tanto, le gustaría llegar a Bogotá a tiempo para ver el partido del River Plate. Y sí, porque podés cambiar de país, continente, probablemente también de planeta, pero el equipo de fútbol siempre será el mismo. Por fin despegamos rumbo a Bogotá.

Las rolas y los rolos, lxs habitantes de la capital, tienen la fama de ser antipáticxs y fríxs. Esta rivalidad es típica de casi todos los países. Pero acá en Colombia, la diferencia de actitud entre lxs de Bogotá y el resto de lxs colombianxs es realmente impresionante. Tanto es así que me choca seguido. El conductor de Uber quiere que le pague en efectivo, pero en la aplicación puse tarjeta, entonces le pido que me comparta la conexión para intentar cambiar el método de pago. Pero él me dice: “No, tengo pocos datos”. Entonces jodete flaco. Nos vamos del aeropuerto hasta el centro, todo en silencio. En Medellín, después de un viaje como éste, es más fácil que te hiciste amigo de otro paisa. En Cartagena suelen estafarte, porque no usan taxímetro en la costa, pero por lo menos son buena onda. Acá mal. Apenas llegamos a la casa del primo de Daniela, el chabón intenta pedirme otra vez la plata en efectivo. “Sin Internet no puedo” y me voy antes de que el pelotudo pueda contestarme. Entro en un supermercado para comprar una botella de vino, pero nada. La ciudad está confinamiento y hay ley seca.

En el departamento hay una fiesta con una decena de personas. Al carajo las restricciones. Son casi todos gay y paisas, uno más simpático que el otro. Daniela me explica que ella vive cerca pero como había una fiesta me hizo llegar directamente acá. Con ella nos entendemos muy bien. Se toma, se charla y, sobre todo, se baila. Ya estoy de nuevo en el juego. La música es altísima y pregunto: “¿acá los vecinos no hacen problema?” “No aquí, en Colombia, si lo intentan, les mandamos los chicos en moto” me contestan haciendo auto ironía, sobre lxs narcos. Hermoso. Y por un rato pienso en lxs vecinxs que tenía en Roma, hasta lxs yutas me mandaban lxs hijxs de re mil putas. Justo una hora después de mi pregunta, en medio de la rumba, escuchamos tocar el timbre. Estamos esperando el Rappi, pero no, es la policía. Tratamos torpemente de bajar la música, pero nadie encuentra el control. Estamos todxs borrachxs, es un desmadre. Por fin, un chico lo logra, pulsando los botones detrás de la televisión y nos escondemos todxs en el cuarto. Hacemos lo que podemos para no reírnos. O sea, nada. Un flaco va a hablar con los tombos, el dueño de la casa se derrumbó en la cama hace una hora, después de haber vomitar todo. Llegué a Colombia hace menos de tres horas, me encuentro en un domicilio distinto a la que declaré en la aduana, estoy violando el aislamiento preventivo, la cuarentena general y cualquier norma de salud pública. Podría hacer el récord de expulsión más rápida de la historia del país. La charla sigue veinte minutos fuera de la puerta. Los policías están muy ocupados con las otras fiestas en el edificio y afortunadamente no entran a controlar cuántos somos. Ellos se van y, después media hora, el volumen de la música vuelve a subir. La rumba no para.