Alta Guajira Wayuu
Alta Guajira Wayuu

Alta Guajira Wayuu

Cabo de La Vela es muy sencillo. Las pocas rancherías y cabañas se concentran a lo largo del camino que bordea la costa. Detrás hay kilómetros de desierto, casi exclusivamente de tierra y roca. Enfrente está el mar, con atardeceres de la puta madre y decenas de kitesurf que despegan continuamente. El paisaje es una hermosa representación gráfica del concepto de “árido”. Algunas vistas recuerdan los escenarios western de Sergio Leone. (Si no lo ubicas, te criaron mal). Acabamos de salir hacia Punta Gallinas, esta vez con una excursión organizada para evitar posibles secuestros. Somos nosotrxs dos y una familia de Pereira con dos hijxs. Al volante, Juan, un guajiro mulato, tan grande que parece un gorila más que un guía turístico. De hecho puso la música a todo volumen, como si fuera una disco. Reggaetón, obvio. El jeep avanza rápido por los tramos plano, pero luego casi se detiene en los más empinados e irregulares. Ahora mismo estamos atravesando una gran explanada. No llueve hace un montón y los surcos largos han partido el terreno en millones de piezas, hasta parecer minuciosamente pavimentado.

Teóricamente, estamos bordeando el mar, pero el Caribe nos aparece de nuevo solamente en este momento después de unas horas sin verlo.  Paramos en este restaurante, que es la única cabaña que hay en un radio de varios kilómetros. Aquí el menú es siempre lo mismo: pescado o pollo. La verdad, ambos muy ricos. ¿Qué pescado hay hoy? Pargo frito. Listo. Yo prefiero la carne, argentina posiblemente, pero hay que reconocerlo, el pargo de la Guajira está delicioso. Acabamos de comer y nos vamos hacia Punta Gallinas.

Esta parte final del camino está bien complicada. Por largos tramos, la camioneta avanza a paso de tortuga para no volcarse. El recorrido está lleno de altibajos, agujeros, topes y miles de cactus gigantes. De repente aparecen unos niños en el horizonte, totalmente inesperados. Parece que están jugando a bloquearnos el paso con una cuerda, un extremo se ata a una rama plantada en el suelo, mientras que ellos tienden el otro extremo en el borde opuesto del camino. Juan acelera e inevitablemente nos inquieta, despertándonos de la somnolencia después del almuerzo. Probablemente todos nos preguntamos por qué sube la velocidad en vez de bajarla y qué pasará si los niños no sueltan la cuerda. El carro alcanza en unos segundos la “línea de llegada” y los niños la sueltan justo un rato antes de que pasemos. Se percibe un poco de preocupación en cada uno de nosotrxs, sobre todo porque la misma escena se repite poco segundos después, entonces Juan baja el volumen de la música. “De aquí a Punta Gallinas es así, estos son los menos organizados y los saltamos, pero pronto tendremos que parar cada vez y pagar el peaje”. Sí, el peaje, leíste bien. Aquí no hay casetas con barras, igual lxs indígenxs saben cómo bloquear el camino con cuerdas, troncos, cadenas o ruedas gigantes.

La dinámica es siempre la misma: el jeep se detiene en cada punto de bloqueo, bajamos la ventanilla, pagamos el impuesto y ellxs liberan el paso. Botellas de agua, galletas y paquetes de arroz principalmente, pero también efectivos en algunos casos. Son escenas tan inéditas que nos quedamos sin palabras. Es triste, bizarro e ineludible al mismo tiempo. Solo después de media hora, observándolxs, empiezo a cuestionarme en serio. ¿Estamos haciendo lo correcto? Claro en este momento sí, hacen cuarenta grados, el niño tiene sed y le damos agua potable. Pero realmente lxs estamos ayudando o nos estamos volviendo cómplices de un modelo económico que no les aportará ningún beneficio a largo plazo? En todos casos, pagamos, porque este es territorio Wayuu y se hace como ellxs dicen.

Después de casi cincuenta peajes, llegamos al faro de Punta Gallinas, el punto más al norte de Sudamérica. Aquí el paisaje cambia, el desierto se vuelve arenoso, la vegetación desaparece casi completamente y vemos decenas de chivos, los primos caribeños de nuestras cabras. Para mí, que estoy acostumbrado a verlas en las montañas, es muy raro verlas correr por las dunas.

Del faro partimos hacia la última etapa: Las Dunas del Taroa. Son las cuatro de la tarde cuando Juan estaciona cerca enfrente de una de las dos o tres rancherías que hay acá. Enfrente de nosotros hay una duna gigante. Él nos explica que en la cima encontraremos la tabla, para hacer sandboard, o sea snowboard pero en la arena. Entonces me apuro, completamente enfocado en la idea de subir a la tabla y totalmente inconsciente de lo que me espera del otro lado de la duna. Y justo acá reaparece de nuevo. Asombroso. Turquesa. Inmenso. El Caribe en todo su esplendor. De aquí arriba es simplemente un espectáculo. Las dunas corren sinuosas a nuestros lados, pero nosotros estamos en la más alta, unos 30 metros sobre el nivel del agua. En frente, el descenso de arena es cada vez más empinado hasta que llega al agua. Allí donde el desierto se junta con el mar.

Pasamos prácticamente toda la tarde sobre la tabla. Casi todxs se lanzan sentadxs o acostadxs, que puede ser divertido una vez. Entonces decido aventurarme en pie, pero la segunda mitad del descenso es demasiado inclinada. Caigo ruinosamente en ambos intentos.

Al final paramos en la cima de la duna para disfrutar del atardecer. Despampante.