La estación de bus de Santa Marta parece un zoológico. Cuando se lo digo Vanessa se ríe. Los gatos son los más numerosos. Uno negro está comiendo sobre la barra de la boletería. Un perro cruza el salón con calma seráfica, como si fuera el dueño. Varios pájaros vuelan alrededor. Hacen cincuenta grados y no hay un puto tablero con las salidas. En el único monitor, un noticiero colombiano transmite noticias de Estados Unidos. El alcalde de Miami restringe la venta de licor. Tiroteo anoche en una ciudad X en yankeelandia. La puta madre, acá el sueño americano está demasiado de moda para mostrar los horarios de los micros. Igual, ¿para qué sirven los horarios, si hay dos costeños gorditos que nos dicen “está llegando” desde hace una hora y pico?
A la una, por fin, nos vamos. El colectivo mantiene una velocidad media de 20 km por hora. Teniendo en cuenta que Cabo de La Vela está a 350km, a este ritmo llegaremos mañana por la tarde. Literal.
La velocidad no es el único problema. Después de dos horas el bus hizo una docena de paradas. Cada vez que se detiene, sube un vendedor ambulante distinto a vender arepa, arroz, pollo, yuca, chivo, chicarrón. De todo, la re putisíma madre. Como si no fuera suficiente, el conductor tiene que bajar y abrir el maletero cada vez. El man pesa más de 100 kilos y tiene las mismas ganas de trabajar que un empleado municipal un viernes por la tarde. Primero se compró algo frito, en la siguiente parada entregó una bolsita a un flaco de una gasolinera y ahora estamos paradxs hace más de cinco minutos. ¿Dónde carajo está? Me asomo a la ventanilla y lo veo al cerdo, frente al mostrador “Arepa y chorizo”, coqueteando claramente la señora de los choris. Otro ambulante aprovecha para proponernos filetes de no sé qué animal. Lo que está delante de mí, quizás exasperado por la espera, compra una. El vendedor arranca un pedazo de papel y coge un trozo de carne como si fuera un choripan. Sin pan pero, prácticamente un chori papel. Mientras que se lo pasan, la hoja se oscurece enseguida, la carne esta re empapada de grasa. El vendedor baja mientras el conductor vuelve lentamente a su posición. Lxs pasajerxs murmuran frustradxs, yo le grito irónicamente “¡DALE, FLACO!”. La verdad en Colombia no es que entiendan mucho la ironía. Varixs se giran y, aunque están de acuerdo conmigo, sus miradas me hacen entender que mi acento argentino no es muy apreciado acá. Lxs colombianxs consideran a lxs argentinxs creidxs y arrogantes. De verdad, cuando vivía en Buenos Aires, a mí también me molestaba escuchar a estxs últimxs hablar de lxs demás latinxs con presunción, y quizás un poco de superioridad. Después de cinco meses en Medellín entendí que sí, lxs argentinxs son creidxs, pero también tienen sus razones para serlo. Desde un punto de vista sociocultural, están años, si no décadas, por delante, y no solamente de Latinoamérica, como suelen pensar, si no también de Europa.
Cinco y media de la tarde, llegamos a Riohacha. El bus nos deja en medio de la calle. Unos manes, más o menos turbios, empiezan a ofrecerse para llevarnos a cualquier destino posible. No les doy bola, unos flacos en bici tienen toda mi atención. Dan vueltas con peces frescos colgados del manubrio. Hermoso.
Empieza la negociación. Un man, con los ojos todos rojos, nos ofrece el precio más barato y quizás, no sea una mera casualidad. El flaco completa el coche con otro viajero y nos vamos a Uribia. “Parce, no podés llevarnxs hasta Cabo de la Vela?” “No, es demasiado peligroso ahora” “No hay nadie en Uribia que llega hasta allá?” “Casi imposible a esta hora, señor”.
Justo a las afueras de Riohacha la calle se vuelve desastrosa. Llena de baches y agujeros, tanto que él se ve obligado a invadir el otro lado de la carretera, a menudo, para evitarlos. El sol está cayendo y nos damos cuenta de que estamos en el medio de la nada. También la vegetación va disminuyendo lentamente, a medida que nos dirigimos hacia la Alta Guajira.
Está oscuro y encontramos siempre menos coches. Nuestro conductor baja la ventanilla cada vez que pasamos por un cruce o un pueblo para ser reconocido por los de allá. Es claro que él goza de cierta inmunidad, porque trabaja aquí y lo conocen, mientras que un forastero podría ser presa fácil de lxs maleantes guajiros. De hecho ya vimos unos personajes en moto, parados a un lado de la carretera, que parecen esperar exactamente eso.
Llegamos a la intersección de Uribia a las ocho de la noche, que es tarde por aquí. Hay tres puestos [c6] y un bar apenas iluminados en la oscuridad. El chofer baja la velocidad “el jeep estacionado allá probablemente va a Cabo de la Vela”. Le pido entonces que pare y el tipo va a buscar al dueño del Toyota 4×4 en el bar. “Tuvieron suerte, va a Cabo de la Vela”. Nuestro conductor designado llega con una cerveza en la mano y nos confirma la “buena” noticia. ¿Qué hacemos? ¿Nos aventuramos con este flaco por el desierto en el medio de la noche? Está claro que esta vaina se está volviendo cada vez más arriesgada. quizás deberíamos parar acá, buscar un lugar para dormir y seguir mañana. Por otro lado, salimos a las siete de la mañana de Medellín, pasamos un día entero de viaje, sería un desastre no llegar ni siquiera a destino. Nos estamos mirando lxs dos perplejxs cuando el nuevo chofer dice “compro cuatro cervezas para el viaje y estoy listo”. Ya está. Me convenció.
Comienza la última parte del viaje, la más complicada y peligrosa, porque acá estamos realmente en el medio de la nada. El camino, de tierra y barro más que de arena, está complicado. Además del primer tramo, no hay una ruta, sólo senderos donde parece que ya han pasado otrxs. En algunos puntos está casi impracticable, incluso para un jeep. En pocos minutos, ya no se ve una luz en el radio de kilómetros. Pero dentro del Toyota estamos re parchadxs, vallenato a todo volumen. Nuestro conductor ya se tomó tres cervezas en media hora y nos está deleitando con sus historias. Estamos escuchando a Diomedes Díaz, el Cacique de la Junta, verdadero jefe del género y personaje discutido. “Periquero y mujeriego” nos cuenta el chofer. En el ‘97 una fiesta en su casa acabó en tragedia, Diomedes fue arrestado y condenado a 12 años por homicidio preterintencional, al final sólo cumplió 6. El cantante que vendió más discos en la historia del vallenato, se superó también en la cama. 28 son solamente lxs hijxs reconocidxs, con 12 mujeres diferentes. A pesar de tantos problemas legales y financieros, casi diez años después de su muerte, Diomedes sigue siendo un ídolo para lxs colombianxs que le perdonaron prácticamente todo. Un poco como lxs argentinxs con Maradona.El borracho al volante ya está a todo ritmo. Nos estamos cagando de risa. Nos cuenta que vive en Cabo de La Vela y que la esposa lo está esperando. Esto me tranquiliza, pero hace unos minutos el chabón está mirando a su alrededor como desorientado. Ahora parece que casi llegamos a la costa, empiezan a verse las primeras luces de las rancherías. Nuestro chofer frena y se da vuelta. Mal. Se rasca la cabeza, pensativo. Ni 200 metros y se da vuelta otra vez. Malísimo. El parcero detiene el Toyota. “Me perdí” confiesa con la cuarta cerveza en la mano. La puta que lo parió. En un instante la atmósfera cambia. El tipo se da vuelta dos veces hasta llegar a una cabaña. Estaciona y se dirige rápidamente hacia la casa. La música sigue sonando a todo volumen. Miro Vanessa y percibo un poco de miedo. No es paranoia, mucha gente desaparece por acá. Instintivamente me extiendo hacia adelante y bajo el volumen del estéreo para escuchar al hijo de puta. Estoy listo para subir al frente y tratar de escapar como una película de acción de segunda con Steven Seagal[c7] . De la cabaña sale una familia indígena, las caras de sueño y la conversación que sigue nos tranquiliza. No es una trampa, nuestro borracho designado se perdió de verdad y está pidiendo información. Después del susto, nos vamos y en 20 minutos llegamos finalmente a Cabo de La Vela. Son las nueve y media, pero aquí es como si fueran las dos de la mañana. La ranchería Arcoiris ya cerró las puertas. Un chico nos abre y nos abre el camino entre las cabañas y las casitas. Nos entrega las llaves y nos explica cómo funciona el baño compartido con la habitación de frente. “Aquí no hay agua corriente. Éste es el tacho por la ducha y éste es el tacho por el inodoro”. Bienvenidxs a la Guajira.