O Carnaval (Parte I)
O Carnaval (Parte I)

O Carnaval (Parte I)

Me despierto con un poco de resaca. Carajo, no son ni siquiera las nueve. Todavía no me acostumbré al huso horario de acá. Inútil intentar volver a dormir. Demasiada luz y demasiado calor. Me lavo la cara para despertarme más. Ni siquiera cuatro días y el salón ya está hecho  mierda. Igual me encanta la casa. El propietario es un personaje. Un surfista, alto, con el pelo largo. Nos explicó que él normalmente vive aquí, pero por el carnaval decidió alquilarla para hacer un poco de guita y que no tiene críticas porque somos su segunda reserva. Cuántas películas al pedo nos hicimos  sobre este tema en los últimos meses…  

En el salón, hay una hamaca frente a la ventana que mira a un morro riquísimo de vegetación. Sólo en la cresta se pueden ver las últimas casas de una favela que se desarrolla por el otro lado. Me acuesto, esperando que los chicos se despierten. En estos primeros días exploramos mucho. Desde Copacabana llegamos a Ipanema donde la playa parece más tranquila y el agua más limpia. Las olas de acá no son iguales a las que he conocido. Son tremendas. Nunca me habían golpeado tan fuerte dentro del agua. El océano Atlántico no es el mar Mediterráneo. Lección número dos. Caminando por las calles del centro, Río me pareció tan fascinante como engañadora. Se muestra llena de colores, tan viva y variopinta que podría parecer de verdad toda joia, toda beleza. Pero, en realidad, la desigualdad social la divide inexorablemente como si fuera un tablero de ajedrez, dejando espacio sólo a dos tonalidades. Blanco o negro. Rico o pobre. En un lado de la calle decenas de indigentes, algunxs sentadxs otrxs abandonadxs a sí mismxs con la cara en la piso. Que ni siquiera se sabe si están vivxs o muertxs. Mientras que, al otro lado de la calle, grupos de colegas en traje caminan a paso acelerado, entrando y saliendo de las oficinas de importantes multinacionales. Río te decepciona y luego te enamora de nuevo, en un instante. Cuando la ves, desde la cima del Corcovado. Acá, desde hace casi un siglo, un Cristo de treinta metros disfruta de una vista impresionante. Para mí, la más sugestiva del mundo. A la izquierda la ciudad, de la cual no se ve el final. En frente Botafogo, el Pão de Açucar y el océano. Siguiendo hacia la derecha Copacabana, Ipanema y Leblon. Atrás la selva y los otros morros.

Dimos muchas vueltas, aprovechando la calma antes de la tormenta, porque hoy comienza el carnaval. Pero estos dos no se levantan. Entre Ale y Donk no sé quién es más lento. Me bajo a dar un paseo. En la acera hay muchas menos cucarachas que anoche. Hermoso. La casa de cambio está cerrada. Un peluquero canta y se ríe mientras corta el pelo a una señora. Se ve gay y feliz con su pelo rubio teñido. Aquí muchos se están coloreando el pelo para el carnaval. La única vez que me teñí tenía catorce años, en Riccione, con Nicco. Era el 2006. Celebramos la victoria de la copa del mundo con el pelo largo y rubio. Una cosa de locos. Ahora tengo casi el doble de años. Pero, ¿sabes qué? Me chupa un huevo cuántos años tengo. Hagámoslo. No sé el portugués pero con unos gestos el personaje acá me entiende. No sé de qué me está hablando pero me cae súper bien. Después de más de una hora vuelvo al departamento y los chicos apena me ven se re cagan de risa. “¡No!” “¡Absurdo!”. Ahora comienza oficialmente nuestro carnaval.

El primer bloco está en Santa Teresa, el barrio bohemio de Río De Janeiro. Desde los Arcos da Lapa, este sector se extiende a las empinadas del morro, donde en los últimos siglos se quedaron muchxs artistas y migrantes europexs, los cuales influyeron visiblemente en el estilo arquitectónico. De hecho, mientras lo subimos, parece de pasear por el centro historico de Lisboa, en lugar de Rio. Apenas llegamos nos damos cuenta. Es una locura. Un río de gente en fiesta. Hombres, mujeres, transexuales, viejxs y niñxs cantando y bailando a lo largo de una calle que cruza el barrio. La mayoría están disfrazadxs. Algunxs en zancos. Otrxs subidxs a los señales de tránsito, a las cercas de las casas y a otros lugares improbables. En los balcones de las casas la gente baila y tira agua por abajo para refrescarnos. Es un triunfo de colores. Hace un calor de la puta madre y no se entiende un carajo. Ni siquiera entiendo hacia donde se está moviendo el bloco. A unos metros de nosotros se escuchan los tambores de una orquesta que probablemente sigue el carro principal. Detrás de nosotros una trompeta sigue otro ritmo. Otrxs brasilerxs más cantan un coro a todo pulmón. Lxs ambulantes apenas mueven sus carritos, con sombrilla adjunta, dispensando alcohol, bebidas frescas y hielo para refrescarse. Ahora ya estamos completamente dentro de la marcha y casi no hay espacio para moverse. Es caos y delirio. Exactamente lo que buscaba en este momento de mi vida después de dos años perdidos en la oficina. La música, la locura y la alegría de lxs brasilerxs nos transportan. La marcha avanza muy lentamente. Procedemos unos metros y pues nos paramos. En él mientras bailamos. Saltamos. Nos abrazamos. Nos perdemos. Nos reencontramos. Nos queremos.

Paramos de nuevo en una vuelta muy angosta. Estamos todxs apretadxs. Cruzo la mirada de la chica en frente. Ella me sonríe, yo le devuelvo. “¿Querés besarme?” Me pregunta ella. Acepto. Después de diez segundos nos desenganchamos y siempre ella me dice: “¿Querés besar también a mi novio?” Aludiendo al hombre a unos centímetros de nosotros, que claramente no pudo no haber visto toda la escena. Igual no está enojado. Todo lo contrario. Él también sonríe. Como nosotrxs. Como todxs aquí. Lxs miro, incrédulo, como si hubieran llegado de otro planeta para enseñarme algo. Rechazo la invitación, pero con inmensa admiración. Si todas las parejas se la pasaran así, sería un mundo mejor. Lección de vida número tres.

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